Solos
Su ruptura fue un enigma.
Ellos que tan intensa e infinitamente se habían adorado, ya
no estaban juntos.
Dicen que no se trató de un triángulo amoroso, ni de dudas
sobre el amor o el desamor.
Sólo la velocidad del tiempo iría sedimentando los hechos.
Ella recordó las veces que desparramados en el sillón, cada
uno con su copa de campari en mano, se dedicaban a escuchar sus CDs preferidos.
Elegían arrancar con alguno de The Cult, The Ramones, Sex Pistols o The Smiths y
entonces le decía: “Dale nena, quien toca? qué tema es? te tenés que acordar!”
Generalmente podía recordar la banda pero nunca el tema.
Los zorzales asomados a la ventana que daba al patio
solían acompañar las sesiones.
El siempre había querido viajar al Amazonas, con ella nunca
hubiera sido posible, le tenía terror al agua, por eso tampoco había aprendido
a nadar.
Así llegó en avión hasta Belén y de ahí en barco de carga
hasta Manaus, durmiendo en hamaca paraguaya a la intemperie, con frío/calor/lluvia
y comiendo con la tripulación eso que parecía un guiso, que durante horas el
cocinero mareaba en una cacerola de aluminio gigante.
Los viajeros no eran turistas, sino traficantes de cara
adusta y mirada temible.
Una noche mientras intentaba dormitar, su vecino de hamaca
sacó un cuchillo y le cortó el cuello a su vecino de hamaca del otro lado,
nunca había visto un muerto tan vivo…muerto…fue potente.
Sangre, sangre, que corría y dolía…como cuando Roberto
Acuto, el dentista de la flia, le había extraído ese diente que le bailaba para
inaugurar su primer implante. Hasta ese entonces fueron 4 los implantes.
Roberto siempre lo esperaba deseoso de empezar con otro. Tienen algo de
carniceros estos tipos.
En lo de Roberto había una pecera que ocupaba todo el ancho
del consultorio, de frente al paciente.
Era buena la idea de ver los pececitos multicolores pasearse de acá para allá
mientras “el carnicero” te seguía arrancando dientes, sin darte casi cuenta.
Pensaba que si no hubiera sido por la pecera, difícilmente hubiera
accedido a los 4 implantes.
Los pececitos nadaban nerviosos entre algas, piedras, musgos,
helechos y todo ese tipo de yuyos acuáticos que se usan en las peceras. Era
como una tele analógica siempre en el mismo canal aunque en distinto capítulo,
eso dependía de las ganas de mostrarse de cada espécimen.
A veces en plena consulta Roberto les tiraba comida de un
tachito rojo. Automáticamente se amontonaban para atrapar el alimento, como un
show de Mundo Marino…pero mini.
Ella había heredado la mano verde de su madre y el arte
culinario de su viejo.
Preparaba el mejor pastel de papas del universo. Picaba la
cebolla con la misma minuciosidad con que una hormiga se devora tu mejor planta.
La doraba, le ponía algo de azúcar y condimentos varios, agregaba la carne
picada, las aceitunas y las infaltables pasas de uva sin semilla, preparaba el
puré con poca manteca y el secreto según ella, estaba en el huevo batido que le
echaba por arriba para que el puré quede con piquitos dorados.
Cuando él llegaba y abría la puerta ya sentía el aroma y sus
papilas gustativas empezaban a empaparse, como esos perros de mandíbula laxa que
andan con la baba colgando.
El nuevo vecino del 13 E día por medio dejaba el ascensor
abierto y ahí empezaba ese chillido agudo, constante, penetrante y perforante
hasta que de mala gana iba a cerrarlo, golpeando la puerta contra el marco
contrario, con enojo por la molestia, una vez más, resistiendo la idea de ir a hablarle
civilizadamente para que deje de hacerlo.
Cierta vez ella le contó a su psicóloga un raro
sueño erótico que venía reiterándose con algunos matices.
Estaba sola en una habitación tapizada de espejos, esas
típicas de telo. Desnuda se veía multiplicada hasta que aparecía un hombre con
cabeza de oveja que la lamía cm a cm.
En otras oportunidades todo era igual y lo que iba cambiando
era la cabeza del hombre o…animal? Una vez fue de mono, otra de oso, otra de
gato…al despertar excitada se masturbaba si estaba sola o lo buscaba, para tener
sexo bien caliente.
En su mesa de luz tenía 10 libros empezados, entre ellos “La realización del socialismo” de J. B. Justo que
había comprado usado en el Parque Rivadavia. Lo tenía marcado en la página 78
con una entrada al Reina Sofía, donde un párrafo sentenciaba: “Los pueblos son
los únicos responsables de su destino. Sólo una sociedad inmadura culpa a sus
gobernantes de todos sus males”.
Esas palabras le repicaban en la cabeza cada vez que escuchaba
a los insufribles quejosos que encontraba todos los días en el subte, en el estudio, en el gimnasio, en la calle...pensaba lo productivo
que sería que en estas épocas que todo se compra-vende, vendieran patriotismo, eso
era lo que le faltaba a los argentinos, patriotismo del verdadero, no sólo ese
gesto sin sentido de colgarse la escarapela cada 25 de mayo o 9 de julio o la
bandera en el balcón.
Patriotismo como símbolo de honestidad, compromiso, solidaridad
y conciencia del bien común.
Las campanadas la despertaron de su modorra, no quería levantarse,
no quería hacer nada, solo quería apagarse, desintegrarse, desaparecer…seria
depresión? Dicen es el mal de la época, dicen tantas cosas…ella quería irse,
pero en realidad era un irse para volver y entender…otro mal de época, el no
tomarse el tiempo para comprender y comprenderse…