martes, 30 de enero de 2018


Gente rara

Gente rara le dice uno a la gente que es muy distinta a uno o que uno cree que es muy distinta a ellos aunque así no sea. Dicen que si a uno le molesta ver ese algo en otros es porque uno tiene mucho de ese algo que te molesta de los otros. Nunca pude comprobarlo.

Era un tipo raro. Tenía cerca de 30 años y hacía como 5 trabajaba en una oficina del estado como administrativo. Su madre recurrió a un tío senador provincial ya jubilado, para que le consiguiera un puesto al menor de sus hijos, el único de 3 varones y 1 mujer que no contaba aún con un puesto estatal. La  experiencia laboral del candidato consistía en estudios secundarios incompletos, con unos 4 reintentos frustrados y haber trabajado como patovica de boliches de zona norte y de prostíbulos de recoleta.

Le tocó en suerte una jefa, empleada de añares en la administración, gran conocedora de lo que significaba concentrar poder despótico por el sólo hecho de saber hacer el trabajo, ocultar información, compartirla sólo con algunos elegidos y maltratar lastimosamente a quienes dependían de ella. La Reina, como le decían, iba a trabajar vistiendo ropa de marca y perfumes caros y disfrutaba de hablar en voz alta sobre el precio que pagaba por sus gustos de moda. A su lado, siempre andaba una chica rubiecita y tímida, muy trabajadora, la administrativa de mayor categoría en el área, muy servil e insegura que temblaba cada vez que su jefa empezaba a los gritos por algún expediente perdido o algún trámite pendiente. Era de esas chicas que ves y pensas que el día que explote,  agarra una ametralladora y mata a todos de un saque como esos locos de USA que de un día para otro se transforman en perfectos asesinos.

Acostumbro a pensar en la cantidad de gente que puede transformarse en un perfecto asesino de un día para otro. En una época se me había dado por recortar y pegar en un cuaderno ese tipo de noticias, como un ejercicio sociológico, tanta gente resentida, enojada, perdida, sin futuro, sin expectativas, es como pasto seco para cualquier fósforo mal apagado. Un abogado penalista me aseveró que cualquier persona es un potencial asesino, sólo se necesita un buen motivo íntimo, aunque ese motivo íntimo siempre se vinculará con uno más absoluto y universal, de ahí que nos comprenda a todos.

Empezó como administrativo pero con su poca voluntad para el trabajo, su incapacidad para la lectocomprensión elemental, su falta de atención y reiterados equívocos, se convirtió rápidamente en el centro de los potentes ataques y menosprecios de su jefa. Así fue como de administrativo pasó a cadete, que en realidad le venía mejor para pavear en la calle, cambio que igualmente consideró injusto porque entendía ya era momento para recibir un ascenso de categoría en  lugar de descenderlo en tareas y con más razón luego de 2 años en el mismo puesto.

A esa administración no habían llegado la selección de candidatos por concurso, por lo que los puestos se ocupaban por antigüedad o por acomodo, salvo rarísimas ocasiones en las que no quedaba otra que nombrar como jefes o gerentes a quienes hacían bien su trabajo desde hacía años. Nunca se había aplicado la meritocracia tan anunciada y escasamente aplicada por los gobiernos de turno y por eso todos entendían que merecían un aumento anual de categoría, de modo que si se cumpliera el deseo mayoritario, llegaría un día en que todos serían gerentes y no habría empleados para hacer las tareas diarias. Quizás es lo que termine ocurriendo.

Así fue que deambuló por las calles del microcentro entre ministerios y subsecretarías hasta que recorriendo laberínticas oficinas amontonadas como hormigueros, se reencontró con uno de sus exjefes del prostíbulo de recoleta, esta vez sentado detrás de un escritorio de madera laqueada, con bandera argentina a un costado y retrato del presidente detrás, ahora  subsecretario de una dependencia del gobierno nacional.

La historia es de imaginarse, pasó de repartir papeles bajo las inclemencias del tiempo y del tráfico de las calles porteñas, a chofer de auto de lujo del subsecretario.

Un día iba por Av. Libertador a buscar a su jefe cuando en el semáforo de Av. J. B. Justo, al dar un vistazo a su izquierda vé a La Reina en el auto de al lado. La miró y le sonrió de costado, guiñándole un ojo, como diciéndole mirá donde estoy ahora. Ella sabiendo de su suerte por comentarios de sus empleados, sonrió falsamente. El la volvió a mirar y la encontró sexy, vestida de fucsia con un importante escote, lo decidió rápidamente antes que corte el semáforo, estiró lo más que pudo el brazo y le pasó su tarjeta con escudo en relieve, mientras le decía llamame, más moviendo los labios que gritando.

Ella lo llamó  a las 2 semanas y después de una breve charla en la que hubo inesperado entendimiento y comprensión sobre acontecimientos pasados, desde ese día se encuentran a coger todos los lunes a las 19hs en el hotel de luces rojas de Av. Dorrego. A él le encanta hacérselo por atrás y a ella que se lo haga, todo lo que aborrecía de él por inepto la calentaba sin límites en la cama. El se fascinaba con hacérselo, mientras ella obediente lo aceptaba mansa como buena súbdita.

Mary y Yanina Yacuzzi


Empecé a usar anteojos a los 14 años cuando lo escrito en el pizarrón se me hacía borroso ya desde la tercer fila. Ahora que lo pienso era una edad jodida para estrenar anteojos, por lo de la coquetería, ir a bailar y los novios, pero en esos tiempos no se le daba a uno por no hacerle caso a los padres, además los anteojos salian caros y entonces, había que usarlos. 

De las chicas del curso, sólo una tenía novio y según decían, también tenía relaciones, quizás por eso le veía cara de pícara. Se llamaba Yanina Yacuzzi, de piel muy blanca, cara gordita con algunos granitos, era la única que se maquillaba, llevaba las pestañas muy pintadas como empetroladas, usaba el pelo rubio con una hebillita al costado. Tenía andar gatuno y voz suave, siempre me llamó la atención ese andar como a saltitos, ahora diría que tenía un caminar sensual. No se juntaba con el resto de las chicas, en general andaba sola o charlaba con los chicos y sólo nos venía a hablar cuando le faltaba algo para un trabajo práctico o algo le había quedado sin resolver. Nosotras igual le hablábamos bien cuando nos venía a hablar, no le teníamos bronca ni nada, la mirábamos con cierta admiración por eso de que tenía novio y sobretodo, relaciones.

Nosotras de relaciones no sabíamos nada, sólo algo acerca de hacerse señorita y no mucho más. Mi mamá me decía que mejor no bañarse en esos días y por eso es que una vez le ví el cuello sucio a una compañera y pensé que debía estar indispuesta, aunque también pensé se podía pasar un algodón con alcohol porque quedaba feo el cuello sucio. Ahí aprendí que la gente podía vivir en casas mucho más lindas que la mía, pero podían no ser tan limpios como nosotros y eso me hizo sentir orgullosa. Nosotros igual no nos bañábamos todos los días, nadie se bañaba todos los días como ahora, debe ser una costumbre moderna o de gente con agua corriente al menos.

En casa teníamos bombeador de agua eléctrico y por eso había que cuidar mucho el agua. Mi papá era un ahorrador obsesivo, lo que hoy sería un fanático del reciclado y el ahorro sustentable. Nos había enseñado a no malgastar el papel higiénico y a tirar los papeles sucios en un tacho, así no se usaba tanta agua para desagotar el inodoro y también se evitaba llamar al camión atmosférico que cobraba una barbaridad para vaciar el pozo.

Volviendo a los anteojos, el oftalmólogo me dijo que eran anteojos de descanso y así lo informaba a cuanto me encontraba usándolos. Algunos me decían que lástima con tan lindos ojos, otros cuatrochi, igual nunca me costó usarlos, me encantaba ver bien, era como un volver a ver en toda su real dimensión, los detalles, los colores, los números de los colectivos, todo se veía fácil y tan nítido que daba gusto. Será porque las virginianas tenemos esa fama de gente práctica y entonces poco me importó lo que dijeran. También pudo ser porque no los usaba todo el tiempo, eran sólo para lejos, para ver el pizarrón, la tele, el cine y tal como me había dicho el doctor” cuando te vas de viaje para ver los paisajes que pasan rápido por la ventanilla”. No sé para qué me aclaró esto último, en esa época no viajábamos a ningún lado y que me iba a importar ver bien los árboles que pasaban rápido por la ventanilla si, con anteojos o sin anteojos, se ven como manchas verdes que se van estirando como chicle hasta que arranca otra igual. Cada vez que me decían algo sobre los anteojos, repetía el versito completo: “son anteojos de descanso, sólo para ver el pizarrón, la tele, ir al cine y para ver los paisajes por la ventanilla durante los viajes”.

En esa misma época en la tele veíamos La Familia Ingalls  y justo Mary, la hija mayor de una familia de campesinos a la que les pasaba las mil y una, había quedado ciega. No me acuerdo cómo fue que transcurrieron los hechos, el asunto es que la chica se vá a operar o a hacer un tratamiento en la ciudad y luego el padre la pasa a buscar en carreta. Durante el regreso a la casa por un caminito entre sierras, árboles, flores y sembradíos, Mary empieza a ver luces y sombras difusas que van aclarándose más y más hasta que vuelve a ver la naturaleza en todo su esplendor mientras sus ojos brillan de la emoción. Recuerdo esa escena tan vívidamente como si la estuviera viendo en 4D, sintiendo el aroma de las flores del campo, el canto de los pájaros, el murmullo de las hojas de los árboles moviéndose con el viento, el calor del sol, sus sollozos emocionados y el bueno de su padre que la mira y abraza conmovido.

Con los anteojos me sentía como Mary Ingalls, por eso no me importaba lo que dijeran o pensaran los demás. Prefería vivir la alegría de dejarme atrapar por la perfección de los colores y de las formas y además, contar con la certeza de distinguir los números de los colectivos.